Primero fue el poder, luego fue el odio

Dayani Centeno-Torres
4 min readJan 13, 2021

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Por Dayani Centeno-Torres

A mediados del siglo 15, a un aristócrata portugués se le ocurrió aglutinar en una misma categoría a cautivos de diversas etnias africanas, adjudicándoles características de inferioridad respecto a los europeos y desarrollando la primera narrativa sobre la predisposición de estos esclavos hacia el trabajo físico. El aristócrata no tenía nada particular en contra de estas poblaciones. Lo que sí tenía era un gran interés por avanzar en la empresa colonizadora y consolidar el poder frente a las demás potencias europeas. Esa empresa requería mano de obra barata. De alguna manera había que justificar el rapto y el sometimiento de multitudes para beneficio de unos pocos. Su respuesta fue la primera versión formal de la construcción social de las razas, y de una raza negra supuestamente inferior. Fue así como, apenas unos años antes de la llegada de los europeos a América, el poder de esos tiempos experimentó con apalancar el temor a lo extraño, a lo distinto, para generar control, abuso y, eventualmente, odio. El resto es historia.

Así lo narra Ibram X. Kendi en su libro How to Be an Antiracist, una de las lecturas de estos días que me ha recordado la relación entre el poder y las manifestaciones racistas, homofóbicas, xenofóbicas, machistas que perduran todavía. Primero existieron individuos y grupos en situaciones de ventaja que diseñaron mecanismos para perpetuar su control. El odio vino después, alimentado por el miedo irracional que el poder sabe instalar muy bien. Fueron esos grupos quienes idearon las justificaciones más irracionales respecto a su posición, la supuesta debilidad de otros grupos, y la deshumanización de millones de personas.

Reconocer este orden de acontecimientos, y las relaciones y condiciones alrededor de cada uno, es indispensable para atajar ciertos males. Por ejemplo, hay grandes diferencias entre el presidente Trump y su manipulación de las frustraciones de millones de trabajadores estadounidenses blancos; y un residente de algún estado del sur que enarbola la bandera confederada como el tesoro de sus ancestros. Otro es el caso de los políticos republicanos oportunistas que quisieron ir por lana, aprovechando el atractivo de Trump entre ciertos sectores, y el 6 de enero descubrieron que podían salir trasquilados con esa juntilla. Sus motivaciones son distintas, sus trasfondos son diferentes y, por lo tanto, las estrategias para contrarrestarlos tienen que variar.

Tanto Kendi en su libro como Isabel Wilkerson en el suyo, titulado Caste: The Origin of Our Discontents, subrayan la urgencia de reconocer las razones históricas y sistémicas para que millones de personas estén sinceramente convencidas de que otros seres humanos son menos valiosos.

Queda claro: no existe razón genética ni divina que justifique el discrimen, la marginación ni el abuso contra ningún ser humano. Somos una sola raza: la humana. Cualquier valorización de una persona por encima de otra, sea por su idioma o por la textura de su cabello, es inaceptable. Todas las diferencias que podamos identificar como parte de la experiencia humana — el reconocimiento de la diversidad de etnias, culturas, géneros, religiones — debe ser para valorar lo que cada una de esas manifestaciones aporta a nuestra historia común y para superar todo lo que genere control de unos sobre otros. Cualquier otro argumento no es más que una ficción sostenida desde las estructuras de poder.

Dos cosas me fascinaron del libro de Wilkerson sobre el sistema de castas de Estados Unidos:

La primera, su excelente análisis de cómo funciona este mecanismo de opresión por castas. Ella lo explica a partir de la experiencia de los afroamericanos descendientes de esclavos en Estados Unidos. Pero una vez se entiende el mecanismo, es fácil ver su aplicación a otros grupos: las mujeres, los latinos, los blancos pobres; y subgrupos: las mujeres afroamericanas; los afrocaribeños de migración reciente a ese país; los afrolatinos…

La segunda, su reflexión sobre cómo las narrativas generadas desde las esferas de poder en Estados Unidos en tiempos de la esclavitud ya son parte de la psiquis de ese país. Erradicarlas requiere un trabajo de educación emocional y cívica, además de cambios estructurales en el sistema político y económico. Traer a la conciencia esos aprendizajes para transformarlos es un trabajo personal y colectivo — arduo e impostergable.

Ese trabajo a dos niveles es el que toca a cualquier cultura que desee ser justa, equitativa, solidaria. También nos toca en Puerto Rico, el Caribe y América Latina. Acá también los poderes centenarios se han encargado de instalar divisiones. No faltan los círculos de acción social y política que miran con desdén el trabajo emocional y los procesos de sanación individual y familiar. Igualmente abundan experiencias enfocadas en lo personal (sea en la fe o en el campo del bienestar) que ignoran el carácter político y cultural de la atención a los cuerpos, a las emociones y a las relaciones. Hay que hacer las dos cosas, hay que hacerlas a la vez, y hay que hacerlas en colaboración, para desmantelar tanto el poder como el odio.

*Gracias a Gloriann Sacha Antonetty-Lebrón de Revista Étnica por su mirada a este texto.

La autora es consultora en comunicaciones y facilitadora de procesos participativos para organizaciones y comunidades en Puerto Rico, con formación en Comunicación para el Desarrollo y Teoría U. Preside Palabrería-Servicios de Comunicación y la organización sin fines de lucro Voz Activa.

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Written by Dayani Centeno-Torres

Communications Consultant for Change Processes

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